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Como eran mis compañeros muertos en el mar
EL 22 de febrero se nos anuncio que regresaríamos a Colombia. Teníamos ocho
meses de estar en Mobile, Alabama, Estados Unidos, donde el A.R.C. Caldas
fue sometido a reparaciones electrónicas y de sus armamentos. Mientras
reparaban el buque, los miembros de la tripulación recibíamos una
instrucción especial. En los días de franquicia hacíamos lo que hacen todos
los marineros en tierra: íbamos al cine con la novia y nos reuníamos después
en Joe Palooka, una taberna del puerto, donde tomábamos whisky y armábamos
una bronca de vez en cuando.
Mi novia se Ilamaba Mary Address, la conocí dos meses después de estar en
Mobile, por intermedio de la novia de otro marino. Aunque tenia una gran
facilidad para aprender el castellano, creo que Mary Address no supo nunca
por que mis amigos le decían Maria Dirección. Cada vez que tenia franquicia
la invitaba al cine, aunque ella prefería que la invitara a comer helados.
Nos entendíamos en mi medio ingles y en su medio español, pero nos
entendíamos siempre, en el cine o comiendo helados.
Solo una vez no fui al cine con Mary: la noche que vimos El motín del Caine.
A un grupo de mis compañeros le habían dicho que era una buena película
sobre la vida en un barreminas. Por eso fuimos a verla. Pero lo mejor de la
película no era el barreminas sino la tempestad. Todos estuvimos de acuerdo
en que lo indicado en un caso como el de esa tempestad era modificar el
rumbo del buque, como lo hicieron los amotinados. Pero ni yo ni ninguno de
mis compañeros había estado nunca en una tempestad como aquella, de manera
que nada en la película nos impresiono tanto como la tempestad. Cuando
regresamos a dormir, el marino Diego Velásquez, que estaba muy impresionado
con la película, pensando que dentro de pocos días estaríamos en el mar, nos
dijo: Que tal si nos sucediese una cosa como esa?.
Confieso que yo también estaba impresionado. En ocho meses había perdido la
costumbre del mar. No sentía miedo, pues el instructor nos había ensenado a
defendernos en un naufragio. Sin embargo, no era normal la inquietud que
sentía aquella noche en que vimos El motín del Caine.
No quiero decir que desde ese instante empecé a presentir la catástrofe.
Pero la verdad es que nunca había sentido tanto temor frente a la proximidad
de un viaje. En Bogota, cuando era Nº y veía las ilustraciones de los
libros, nunca se me ocurrió que alguien pudiera encontrar la muerte en el
mar. Por el contrario, pensaba en el con mucha confianza. Y desde cuando
ingrese en la Marina, hace casi doce anos, no había sentido nunca ningún
trastorno durante el viaje.
Pero no me avergüenzo de confesar que sentí algo muy parecido al miedo
después que vi. El motín del Caine. Tendido boca arriba en mi litera-la mas
alta de todas-pensaba en mi familia y en la travesía que debíamos efectuar
antes de llegar a Cartagena. No podía dormir. Con la cabeza apoyada en las
manos oía el suave batir del agua contra el muelle, y la respiración
tranquila de los cuarenta marinos que dormían en el mismo salón. Debajo de
mi litera, el marinero primero Luis Rengifo roncaba como un trombón. No se
que sonaba, pero seguramente no habría podido dormir tan tranquilo si
hubiera sabido que ocho días después estaría muerto en el fondo del mar.
La inquietud me duro toda la semana. El DIA del viaje se aproximaba con
alarmante rapidez y yo trataba de infundirme seguridad en la conversación
con mis compañeros. El A.R.C. Caldas estaba listo para partir. Durante esos
días se hablaba con mas insistencia de nuestras familias, de Colombia y de
nuestros proyectos para el regreso. Poco a poco se iba cargando el buque con
regalos que traíamos a nuestras casas: radios, neveras, lavadoras y estufas,
especialmente. Yo traía una radio.
Ante la proximidad de la fecha de partida, sin poder deshacerme de mis
preocupaciones, tome una determinación: tan pronto como llegara a Cartagena
abandonaría la Marina. No volvería a someterme a los riesgos de la
navegación. La noche antes de partir fui a despedirme de Mary, a quien pensé
comunicarle mis temores y mi determinación. Pero no lo hice, porque le
prometí volver y no me habría creído si le hubiera dicho que estaba
dispuesto a no navegar jamás. Al único que comunique mi determinación fue a
mi amigo intimo, el marinero segundo Ramón Herrera, quien me confeso que
también había decidido abandonar la. Marina tan pronto como llegara a
Cartagena. Compartiendo nuestros temores, Ramón Herrera y yo, nos fuimos con
el marinero Diego Velásquez a tomarnos un whisky de despedida en Joe
Palooka.
Pensábamos tomarnos un whisky, pero nos tomamos cinco botellas. Nuestras
amigas de casi todas las noches conocían la noticia de nuestro viaje y
decidieron despedirse, emborracharse y llorar en prueba de gratitud. El
director de la orquesta, un hombre serio, con unos anteojos que no le
permitían parecer un músico, toco en nuestro honor un programa de mambos y
tangos, creyendo que era música colombiana. Nuestras amigas lloraron y
tomaron whisky de a dólar y medio la botella.
Como en esa ultima semana nos habían pagado tres veces, nosotros resolvimos
echar la casa por la ventana. Yo, porque estaba preocupado y quería
emborracharme. Ramón Herrera porque estaba alegre, como siempre, porque era
de Arjona y sabia tocar el tambor y tenia una singular habilidad para imitar
a todos los cantantes de moda.
Un poco antes de retirarnos, un marinero norteamericano se acerco a la mesa
y le pidió permiso a Ramón Herrera para bailar con su pareja, una rubia
enorme, que era la que menos bebía y la que mas lloraba -sinceramente!-. El
norteamericano pidió permiso en ingles y Ramón Herrera le dio una sacudida,
diciendo en español: No entiendo un barajo!.
Fue una de las mejores broncas de Mobile, con sillas rotas en la cabeza,
radiopatrullas y policías. Ramón Herrera, que logro ponerle dos buenos
pescozones al norteamericano, regreso al buque a la una de la madrugada,
imitando a Daniel Santos. Dijo que era la ultima vez que se embarcaba. Y, en
realidad, fue la ultima.
A las tres de la madrugada del 24 de febrero zarpo el A.R.C. Caldas del
puerto de Mobile, rumbo a Cartagena. Todos sentíamos la felicidad de
regresar a casa. Todos traíamos regalos. El cabo primero Miguel Ortega,
artillero, parecía el mas alegre de todos. Creo que ningún marino ha sido
nunca mas juicioso que el cabo Miguel Ortega. Durante sus ocho meses en
Mobile no despilfarro un dólar. Todo el dinero que recibió lo invirtió en
regalos para su esposa, que le esperaba en Cartagena. Esa madrugada, cuando
nos embarcamos, el cabo Miguel Ortega estaba en el puente, precisamente
hablando de su esposa y sus hijos, lo cual no era una casualidad, porque
nunca hablaba de otra cosa. traía una nevera, una lavadora automática, y una
radio y una estufa. Doce horas después el cabo Miguel Ortega estaría tumbado
en su litera, muriéndose del mareo. Y setenta y dos horas después estaría
muerto en el fondo del mar.
Los invitados de la muerte
Cuando un buque zarpa se le da la orden: Servicio personal a sus puestos de
buque. Cada uno permanece en su puesto hasta cuando la nave sale del puerto.
Silencioso en mi puesto, frente a la torre de los torpedos, yo veía perderse
en la niebla las luces de Mobile, pero no pensaba en Mary. Pensaba en el
mar. Sabia que al DIA siguiente estaríamos en el golfo de México y que por
esta época del ano es una ruta peligrosa. Hasta el amanecer no vi. al
teniente de fragata Jaime Martines Diago, segundo oficial de operaciones,
que fue el único oficial muerto en la catástrofe. Era un hombre alto,
fornido y silencioso, a quien vi. en muy pocas ocasiones. Sabia que era
natural del Tolima y una excelente persona.
En cambio, esa madrugada vi. al suboficial primero Julio Amador Caraballo,
segundo contramaestre, alto y bien plantado, que paso junto a mi, contemplo
por un instante las ultimas luces de Mobile y se dirigió a su puesto. Creo
que fue la ultima vez que lo vi. en el buque.
Ninguno de los tripulantes del Caldas manifestaba su alegría del regreso mas
estrepitosamente que el suboficial Elías Sabogal, jefe de maquinistas. Era
un lobo de mar. Pequeño, de piel curtida, robusto y conversador. Tenia
alrededor de cuarenta anos y creo que la mayoría de ellos los paso
conversando.
El suboficial Sabogal tenia motivos para estar mas contento que nadie. En
Cartagena lo esperaban su esposa y sus seis hijos. Pero solo conocía cinco:
el menor había nacido mientras nos encontrábamos en Mobile.
Hasta el amanecer el viaje fue perfectamente tranquilo. En una hora me había
acostumbrado nuevamente a la navegación. Las luces de Mobile se perdían en
la distancia entre la niebla de un DIA tranquilo, y por el oriente se veía
el sol, que empezaba a levantarse. Ahora no me sentía inquieto, sino
fatigado. No había dormido en toda la noche. Tenia sed. Y un mal recuerdo
del whisky.
A las seis de la mañana salimos del puerto. Entonces se dio la orden:
Servicio personal, retirarse. Guardias de mar, a sus puestos. Tan pronto
como oí la orden me dirigí al dormitorio. Debajo de mi litera, sentado,
estaba Luis Rengifo, frotándose los ojos para acabar de despertar.
-Por donde vamos? -me pregunto Luis Rengifo.
Le dije que acabábamos de salir del puerto. Luego subí a mi litera y trate
de dormir.
Luis Rengifo era un marino completo. había nacido en Choco, lejos del mar,
pero llevaba el mar en la sangre. Cuando el Caldas entro en reparación en
Mobile, Luis Rengifo no formaba parte de su tripulación. Se encontraba en
Washington, haciendo un curso de armería. Era serio, estudioso y hablaba el
ingles tan correctamente como el castellano.
El 15 de marzo se graduó de ingeniero civil en Washington. Allí se caso, con
una dama dominicana, en 1952. Cuando el destructor Caldas fue reparado, Luis
Rengifo viajo de Washington y fue incorporado a la tripulación. Me había
dicho, pocos días antes de salir de Mobile, que lo primero que haría al
llegar a Colombia seria adelantar las gestiones para trasladar a su esposa a
Cartagena.
Como tenia tanto tiempo de no viajar, yo estaba seguro de que Luis Rengifo
sufriría de mareos. Esa primera madrugada de nuestro viaje, mientras se
bestia, me pregunto:
-Todavía no te has mareado?
Le respondí que no. Rengifo dijo, entonces:
-Dentro de dos o tres horas te veré con la lengua afuera.
-Axial te veré yo a ti -le dije. Y el respondió:
-El DIA que yo me maree, ese DIA se marea el mar.
Acostado en mi litera, tratando de conciliar el sueno, yo volví a acordarme
de la tempestad. Renacieron mis temores de la noche anterior. Otra vez
preocupado, me volví hacia donde Luis Rengifo acababa de vestirse y le dije:
-Ten cuidado. No vaya y sea que la lengua te castigue.
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