El primer día de sol evaporo la humedad acumulada
en la tierra por los meses de invierno y calentó los frágiles huesos de los ancianos, que pudieron pasear por los senderos ortopédicos del jardín. Solo el melancólico permaneció en su lecho, porque era inútil sacarlo al aire puro si sus ojos solo veían sus propias pesadillas y sus
oídos estaban sordos al tumulto de los pájaros. Josefina Bianchi, la actriz, vestida con el largo traje de seda que medio siglo antes usara para declamar a Chejov y llevando una sombrilla para proteger su cutis de porcelana trizada, avanzaba lentamente entre los macizos que pronto se cubrirían de £lores y abejorros.
-Pobres muchachos -sonrió la octogenaria al percibir un temblor sutil en el nomeolvides y adivinar allí la presencia de sus adoradores, aquellos que la amaban en el anonimato y se ocultaban en la vegetación para espiar su paso.
El Coronel se desplazó algunos centímetros apoya do en el corral de aluminio que servía de soporte a sus piernas de algodón. Para festejar la naciente primavera y saludar al pabellón nacional, como era preciso hacerlo todas las mañanas, se había colocado en el pecho las medallas de cartón y lata fabricadas por Irene para él. Cuando la agitación de sus pulmones se lo permitía,
gritaba instrucciones a la tropa y ordenaba a los bisabuelos temblorosos apartarse del Campo de Marte, donde los infantes podían aplastarlos con su gallardo paso de desfile y sus botas de charol. La bandera onde6 en el aire como un invisible gallinazo cerca del alambre telef6nico y sus soldados se cuadraron rígidos, la mira da al frente, redoble de tambores, voces viriles entonan do el sagrado himno que solo sus oídos escuchaban. Fue interrumpido por una enfermera en uniforme de batalla, silenciosa y solapada como usualmente son esas mujeres, provista de una servilleta para limpiarle la baba que descendía por las comisuras de sus labios y mojaba su camisa. Quiso ofrecerle una condecoraci6n o ascenderla de grado, pero ella dio media vuelta y lo dej6 plantado con sus intenciones en el aire, después de advertirle que si se ensuciaba en los calzones le daría tres nalgadas, porque estaba harta de limpiar caca ajena. ¿De quien habla esta insensata?, se pregunt6 el Coronel deduciendo que sin duda se refería a la viuda más rica del reino. S6lo ella usaba pañales en el campamento a causa de una herida de cafi6n que hizo polvo su sistema digestivo y la tumbó para siempre en una silla de ruedas, pero ni aun por eso era respetada. Al menor descuido le hurtaban sus horquillas y sus cintas, el mundo está lleno de bellacos y trúhanes.
-¡Ladrones! ¡Me robaron mis zapatillas! gritó la viuda.
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