«Mi madre todavía está viva, pero la matarán el Viernes Santo a medianoche», le advirtió Amanda Martín al inspector jefe y éste no lo puso en duda, porque la chica había dado pruebas de saber más que él y todos sus colegas del Departamento de Homicidios. La mujer estaba cautiva en algún punto de los dieciocho mil kiló- metros cuadrados de la bahía de San Francisco, tenían pocas horas para encontrarla con vida y él no sabía por dónde empezar a buscarla. Los chicos llamaron al primer asesinato «el crimen del bate fuera de lugar», para no humillar a la víctima con una denominación más explícita. Eran cinco adolescentes y un caballero de cierta edad que se juntaban mediante sus computadoras para participar en Ripper, un juego de rol. En la mañana del 13 de octubre de 2011, a las ocho y cuarto, los alumnos de cuarto de primaria de la escuela pública Golden Hills, de San Francisco, entraron al gimnasio trotando al ritmo de los pitidos del entrenador, que los animaba desde la puerta. El gimnasio, amplio, moderno y bien equipado, construido gracias a la generosidad de un ex alumno, que había amasado una fortuna durante la burbuja inmobiliaria antes de que estallara, también se usaba para las ceremonias de graduación y espectáculos de música y teatro. La fila de niños debía dar dos vueltas completas a la cancha de baloncesto como calentamiento, pero se detuvo en el centro ante el inesperado hallazgo de una persona que yacía doblada sobre un potro de gimnasia con los pantalones enrollados en los tobillos, el trasero al aire y la empuñadura de un bate de béisbol ensartada en el recto. Los niños rodearon el cuerpo, asombrados, hasta que uno de nueve años, más atrevido que los demás, se agachó para pasar el dedo índice por una mancha oscura en el piso y determinó que si no era chocolate, debía ser sangre seca, mientras otro niño recogía un cartucho de bala y se lo echaba al bolsillo para canjearlo en el recreo por un cómic pornográfico y una mocosa filmaba el cadáver con su móvil. El entrenador, que seguía tocando el silbato con cada exhalación, se aproximó a saltitos al grupo compacto de alumnos y al ver aquel espectáculo, que no tenía la apariencia de ser una broma, sufrió una crisis de nervios. El alboroto de los alumnos atrajo a otros maestros, que los sacaron a gritos y empujones del gimnasio, se llevaron a la rastra al entrenador, le arrancaron el bate de béisbol al cadáver y lo tendieron en el piso, entonces comprobaron que tenía un hueco ensangrentado en la mitad de la frente. Lo taparon con un par de sudaderas y luego cerraron la puerta a la espera de la policía, que llegó en escasos diecinueve minutos; para entonces la escena del crimen estaba tan contaminada que era imposible determinar con precisión qué diablos había ocurrido. Poco más tarde, en su primera conferencia de prensa, el inspector jefe Bob Martín explicó que la víctima había sido identificada. Se trataba de Ed Staton, de cuarenta y nueve años, guardia de seguridad de la escuela. «¿Qué hay del bate de béisbol?», pre guntó a gritos un periodista inquisitivo y el inspector, molesto al saber que se había filtrado aquel detalle denigrante para Ed Staton y comprometedor para el establecimiento educacional, respondió que eso sería determinado por la autopsia. «¿Existe algún sospechoso? ¿El guardia era gay?» Bob Martín no hizo caso del bombardeo de preguntas y dio por concluida la conferencia, pero aseguró que el Departamento de Homicidios informaría a la prensa a medida que se fueran aclarando los hechos en la investigación, que había comenzado de inmediato y estaba a su cargo. En la tarde del día anterior, un grupo de estudiantes del último curso había estado en el gimnasio ensayando una comedia musical de ultratumba para Halloween, algo sobre zombis y rock n’roll, pero no se enteraron de lo ocurrido hasta el día siguiente. A la hora en que según los cálculos de la policía se cometió el crimen, alrededor de la medianoche, no quedaba nadie dentro de la escuela, sólo había tres miembros de la banda de rock en el estacionamiento, cargando en una furgoneta sus instrumentos musicales. Fueron los últimos que vieron a Ed Staton con vida; atestiguaron que el guardia los saludó con la mano y se alejó en un auto pequeño alrededor de las doce y media. Se encontraban a cierta distancia de Staton y el estacionamiento no estaba iluminado, pero estaban seguros de haber reconocido el uniforme bajo el resplandor de la luna, aunque no pudieron ponerse de acuerdo sobre el color o la marca del vehículo en que se fue. Tampoco pudieron decir si había otra persona en el interior, pero la policía dedujo que el automóvil no pertenecía a la víctima, porque su todoterreno gris perla estaba a pocos metros de la furgoneta de los músicos. Los expertos barajaron la teoría de que Staton se fue con alguien que lo esperaba y después volvió a la escuela a buscar su coche.
En un segundo encuentro con la prensa el jefe de Homicidios aclaró que el turno del guardia terminaba a las seis de la mañana y que se desconocía el motivo por el cual salió de la escuela esa noche y luego regresó al edificio, donde lo acechaba la muerte. Su hija Amanda, que vio la entrevista por televisión, lo llamó por teléfono para corregirlo: no fue la muerte sino el asesino quien acechaba a Ed Staton. Ese primer asesinato impulsó a los jugadores de Ripper hacia lo que habría de convertirse en una peligrosa obsesión. Los cinco adolescentes se plantearon las mismas preguntas que la policía: ¿dónde fue el guardia en el breve tiempo transcurrido entre que fue visto por los músicos y la hora en que se calculaba que murió? ¿Cómo regresó? ¿Por qué el guardia no se defendió antes de que le dieran el balazo en la frente? ¿Qué significaba el bate en aquel íntimo orificio? Tal vez Ed Staton mereciera su fin, pero la moraleja no les interesaba a los chiquillos, que se ceñían estrictamente a los hechos. Hasta entonces el juego de rol se había limitado a crímenes ficticios en el siglo xix, en un Londres siempre envuelto en densa bruma, donde los personajes se enfrentaban bien a malhechores armados con hacha o picahielos, bien a otros clásicos perturbadores de la paz ciudadana, pero adquirió un tinte más realista cuando los participantes aceptaron la proposición de Amanda Martín de investigar lo que estaba ocurriendo en San Francisco, también envuelto en niebla. La célebre astróloga Celeste Roko había pronosticado un baño de sangre en la ciudad y Amanda Martín decidió utilizar esa oportunidad única para poner a prueba el arte de la adivinación. Con ese fin logró el concurso de los jugadores de Ripper y de su mejor amigo, Blake Jackson, quien casualmente era también su abuelo, sin sospechar que la diversión se tornaría violenta y su madre, Indiana Jackson, sería una de las víctimas. Los de Ripper eran un selecto grupo de frikis repartidos por el mundo, que se comunicaban por internet para atrapar y destruir al misterioso Jack el Destripador, superando obstáculos y venciendo a los enemigos que surgían en el camino. Como maestra del juego, Amanda planeaba cada aventura en función de las habilidades y limitaciones de los personajes, creados por cada jugador como su álter ego. Un chico en Nueva Zelanda, parapléjico a raíz de un accidente y condenado a una silla de ruedas, pero con la mente libre para vagar por mundos fantásticos y vivir tanto en el pasado como en el futuro, adoptó el papel de Esmeralda, una gitana astuta y curiosa. Un adolescente de New Jersey, solitario y tímido, que vivía con su madre y en los últimos dos años sólo había salido de su pieza para ir al excusado, era sir Edmond Paddington, coronel inglés retirado, machista y petulante, muy útil en el juego por ser experto en armas y estrategias militares. En Montreal estaba una joven de diecinueve años, cuya corta vida había transcurrido en clínicas para trastornos de la alimentación, que inventó el personaje de Abatha, una psíquica capaz de leer el pensamiento, inducir recuerdos, y comunicarse con fantasmas. Un huérfano afroamericano de trece años, con un coeficiente intelectual de 156, becado en una academia para niños superdotados de Reno, escogió ser Sherlock Holmes, porque deducir y sacar conclusiones se le daba sin esfuerzo. Amanda carecía de personaje propio. A ella le tocaba dirigir y asegurar que se respetaran las normas, pero en el asunto del baño de sangre se permitió hacer leves cambios. Por ejemplo, trasladó la acción, que tradicionalmente se situaba en Londres en 1888, a San Francisco en 2012. Además, violando el reglamento, se asignó un esbirro llamado Kabel, un jorobado de pocas luces, pero obediente y leal, encargado de ejecutar sus órdenes por disparatadas que fuesen. A su abuelo no se le escapó que el nombre del esbirro era un anagrama de Blake. A los sesenta y cuatro años, Blake Jackson estaba muy mayor para juegos de chiquillos, pero participaba en Ripper para compartir con su nieta algo más que películas de terror, partidas de ajedrez y los problemas de lógica con que se desafiaban mutuamente y que él ganaba a veces, previa consulta con un par de amigos suyos, profesores de filosofía y matemáticas de la Universidad de California en Berkeley.
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